Cuando Eugenio atravesó el lobby, sus pies se empararon con la sangre de Gabriel. Esta se escurría por el suelo de baldosas victorianas en diminutos canales de un rojo bermellón. El botones había quedado atrapado entre las puertas del ascensor y esto, al parecer, le había costado cuatro dedos de la mano derecha.
—¿Qué pasó? —exclamó el gerente general mientras intentaba abrir las portezuelas corredizas, que aprisionaban la rodilla del muchacho.
—¡No tengo idea! —aulló Gabriel, totalmente desquiciado—. ¡No sabía que las puertas se cerraran con tanta fuerza! ¡Esto es un peligro! ¡Mirá! ¡Mirá!
—¡Sí, veo! —contestó Eugenio—. ¿¡Cómo hiciste para que te agarrara la pierna y te cortara los dedos al mismo tiempo!?
—¡No sé! —gritó el botones, y las puertas del ascensor se cerraron del todo, atrapándolo en el interior. La rotula, envuelta en un trozo de pantalón ensangrentado, cayó a los pies de Eugenio; donde también descansaban los cuatro dedos cercenados por esta máquina, inexplicablemente, poseída por una sinergia endemoniada.
Eugenio se echó hacia atrás y caminó de espaldas hasta toparse con el mostrador de la recepción. Aún temblaba cuando la recepcionista le tocó el hombro.
—Jefe, ¿todo bien?
Eugenio se volteó. Al ver a la muchacha, sintió ganas de correr, pero las piernas le flaquearon.
—Jefe, ¿está todo bien? —volvió a insistir la chica.
Karolanne exhibía un rostro de cuencas vacías y piel amoratada; y la voz no provenía de sus sensuales y cocidos labios, sino de una sonrisa, hecha a cuchillo, situada en la garganta. La sangre, que brotaba con rapidez de aquella boca improvisada, se hacía más y más oscura al final de cada palabra que emitía.
El gerente cerró los ojos. Apretó los puños. Gritó con la esperanza de que todo fuera una horrible pesadilla. En su mente, se dibujó la idea de que todo era una broma por parte de los empleados. ¿Motivos? Ninguno en especial. Todos eran unos bromistas pesados de primera. Se habrían confabulado entre todos y…
Eugenio abrió los ojos.
Karolanne ya no estaba. Tampoco los rastros de sangre ni los restos de Gabriel. Pero algo más había desaparecido; el panorama había cambiado… El rostro del gerente no se reflejaba frente al espejo sobre el cual estaba de pie. Era la imagen del botones, quien lo observaba atónito, desde el otro lado del cristal. De repente, Eugenio sintió un picor electrizante en las extremidades y notó que le faltaban cuatro dedos, y que se hallaba encerrado en el ascensor con una pierna mutilada, y dentro del cuerpo de uno de sus empleados.
El espacio comprimido le produjo claustrofobia. El olor a sangre y metal lo noqueó, dejándolo acurrucado en un rincón, como a un niño invalido a quien sus padres olvidaron recoger tras el colegio. Desde su escondite invisible, el gerente trató de visualizar el piso al que se dirigía, pero el miedo y el dolor le nublaban los ojos.
Apenas percibió el timbre cuando la maquina se detuvo. Al abrirse las puertas, se vio a sí mismo corriendo hacia el ascensor.
—No —se dijo desconcertado—, no puede ser…
Sin embargo, no escuchó su propia voz provenir de aquél cuerpo, que se acercaba a toda velocidad por el lobby.
—¿Qué te pasa? —dijo su doble, ya de pie frente a él.
—No… no sé —balbuceó Eugenio.
—¿Qué hacés tirado en el ascensor? Hace media hora que te estoy buscando. Hay gente que atender. ¿Estás tomando otra vez?
Y entonces, tras vomitarle los zapatos a su jefe, Eugenio comprendió. Sus deseos de ser gerente lo habían llevado a enloquecer, a nublar su realidad con pastillas (sustraídas de los kits de primeros auxilios de las habitaciones menos vendidas) y algo de alcohol, que robaba a hurtadillas del depósito del bar. No importaba cuantos años hicieran que trabajaba en el hotel, él nunca saldría de su cargo. Había aniquilado su ascenso, vomitando sus esperanzas.
Él no era más que un simple botones. Y jamás dejaría de serlo.
Leandro Puntin
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