La nueva Tintas saldrá en enero. Mientras tanto, aquí va uno de los relatos que estará en ella.
El repetir de los días me hacía pensar en tomarme un descanso. En las noches el insomnio desolador me traía ese pensamiento en forma continua. Volvía una y otra vez, como el agua a la playa y en cada viaje que hacía, acercaba sobre la costa más razones por las cuales decidirme.
Necesitaba vacaciones. Pero vacaciones de mí. Dejar de ser por unos días aunque sea, el mismo de siempre. Disfrutar otras cosas, ir a lugares donde no iría, hablar con las personas bajo el rayo del sol sin miedo a que nadie me hiciera daño, me lastimara.
Lo decidí una mañana, al regresar al departamento. Limpiaba los zapatos de la mugre habitual cuando me miré al espejo y me encontré con la persona que quería abandonar por un tiempo, por más breve que fuese.
Armé las maletas y salí a la calle llevando una en cada mano. Detuve un taxi y sin miedo a equivocarme o a que se trabase la lengua a mitad de la frase, le pedí que me llevara a la estación de ómnibus.
Sonreí mirando por la ventanilla del vehículo mientras avanzaba por la calle. Me estaba yendo lejos de mí. Podía sentirlo. El solo hecho de poder pronunciar dos palabras seguidas sin ponerme colorado era la primera prueba de que estaba sucediendo.
Recorrí las agencias de varias empresas y finalmente me incliné por una que tenía un coche a punto de partir, con destino a Entre Ríos. Era el lugar ideal para disfrutar de un cambio.
En el viaje compartí asiento e incluso conversé. Trivialidades, pero charla al fin. Me había olvidado de mí, del verdadero yo, que había quedado en la ciudad. El que ocupaba el asiento treinta y dos lado ventanilla en ese instante, era un otro, temporal, pero otro.
Bajé del colectivo al atardecer, con las piernas entumecidas pero una sonrisa en los labios. En la misma empresa brindaron la información sobre hospedajes a todos los que aún no tenían definido donde pasar la noche. Para mi sorpresa, la hermosa señorita que había viajado en el asiento contiguo también buscaba habitación en un hotel.
Casi al azar, elegimos el mismo lugar. Nos reímos al unísono al comprobar que los dos habíamos pedido el teléfono del último hotel que el joven de la empresa había mencionado. A partir de allí todo sucedió muy rápido. Alicia, que así se llamaba, resultó ser un ser muy agradable.
Cenamos, fuimos a un pub muy pequeño, nos reímos gran parte de la noche y terminamos en el hotel, pero usando solo una de las dos habitaciones reservadas. Esa noche mágica me encontró un poco desvelado, pero no era insomnio, sino la agitación de un día tan diferente e intenso.
Sabía bien que el verdadero yo no habría logrado jamás disfrutar de una noche así. Ni siquiera habría podido cruzar dos palabras con la hermosa chica que en ese momento respiraba lenta y suavemente a mi lado, como una diosa del Olimpo tras una larga y agotadora batalla.
Aprovechamos el día con mucha energía. Alicia me contó que se había tomado unos días, porque sus empleadores le debían una semana en el trabajo. No tenía planes, así que lo que estaba viviendo era la misma sensación que yo tenía, la de un tobogán gigante, por el cual me deslizaba sin temer ningún riesgo.
La noche fue más ardiente que la primera y al día siguiente nos reímos más que el anterior. Alicia me gustaba. Y a quién no. Era hermosa, con curvas perfectas, un rostro angelical, la sonrisa siempre a flor de piel y ojos que parecían perlas de almendras. Ella misma parecía recubierta en miel, por la suavidad al tacto, por la fragancia que se respiraba alrededor. Era un sueño. Y yo le gustaba. Pero yo, éste, no aquel que había quedado en la ciudad. Aquel no le agradaría en lo más mínimo.
La tercera tarde recorrimos un parque nacional. Era espléndido andar por caminos de tierra, cruzando arroyos y apreciando la vegetación que nos rodeaba. Y se convertía en maravilloso al sentirla tan cerca, poder ofrecerle mi cuerpo cada vez que necesitaba hacer apoyo, alcanzarle la mano cuando necesitaba ascender en alguna parte. Bajo el sol entrerriano, sentí la felicidad.
Esa noche comimos en un pequeño pero cómodo restaurant en las afueras del pueblo. Llegamos deseosos de hacer al amor, de hacer rugir el espíritu salvaje que habíamos descubierto teníamos en común. Mientras me estaba descambiando, viéndola a ella trepar a la cama con apenas las medias puestas, sonó el teléfono de la habitación.
Mi error fue contestarlo. En el momento pensé que llamaban del hotel, ofreciendo quizá alguna bebida para la noche o preguntando si acaso querríamos el desayuno por la mañana. Sin embargo, no era el amable conserje que minutos antes nos había guiñado el ojo al pasar, cómplice, más cuando desde el segundo día habíamos cancelado la habitación que estaba sobrando.
La voz me era familiar. Era mi voz. Me preguntó como estaba, si acaso estaba pasándola bien. Sentí bronca, mucha impotencia. Estaba rompiendo una noche mágica, la estaba haciendo añicos, tan solo con una llamada.
Le contesté casi musitando, apretando los dientes. No quería que ella me escuchara. Tampoco quería oír lo que sabía me iba a decir. La voz hizo un rodeo con algunas preguntas irrelevantes sobre el viaje, el lugar y sobre Alicia. Luego dijo, con la firmeza de siempre, que las vacaciones habían terminado. Ya había disfrutado bastante y estado lejos el tiempo suficiente como para cambiar el aire y retomar la rutina.
Cerré los ojos y suspiré profundamente, conteniendo un grito de bronca, dejando caer el tubo del teléfono sobre la pequeña mesa de madera.
El sonido asustó a Alicia y me despertó a mí. Las vacaciones habían terminado.
Era yo otra vez. Y sobre la cama había una hermosura de ojos color almendras que pronto sabría que era aquello tan misterioso que se observaba en el momento de morir.
Ernesto Parrilla
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