Después de todo lo que nos pasó,
te vi sentada hablando con otro.
Y no me digas que eso no es amor, no sé;
tus ojos muestran un halo de odio.
“Trewa”, Illya Kuryaki and The Valderramas
Las esperanzas se desprendieron de su corazón como un barco que zarpaba alejándose de la orilla. La espuma era impenetrable, la costa se tornaba efímera y la embarcación no volvería a tocar tierra jamás. No sus tierras, al menos. Ella era ahora el horizonte irreconocible, aquél desdibujado por la distancia y la indiferencia.
Kevin dio un paso atrás e intentó mantener la compostura. Jesica se alejó sin más, desapareciendo a pocos metros tras un tumulto de gente.
Los ruidos de la ciudad volvieron uno por uno. El sonido enloquecedor de las bocinas en un embotellamiento; los pasos de la gente que pasaba a su lado, por la acera; las risas incesantes y perturbadoras de los estudiantes de primaria que recién salían de clases; el golpeteo fantasma de su propio corazón que acababa de detenerse.
El muchacho tomó asiento en uno de los bancos de piedra de la plaza. Respiraba con dificultad. Todo giraba como si nada, el mundo seguía su curso y él se sentía molesto por ello. ¿Por qué no le daba aire y lo dejaba tomar un respiro? ¿Por qué el mundo no se detenía y le daba la oportunidad de componerse?
“No, el mundo no hace eso. Al mundo no le importa”.
Para el mundo, un corazón roto, era como una piedra más llevada por la corriente. Había tantas todos los días, que ya era normal no prestarles importancia.
Un niño envuelto en un guardapolvo blanco manchado con tinta azul, cruzó a los saltos frente a Kevin. Éste estiró una pierna y el niño cayó de narices al suelo, expulsando un alarido y un chorro de sangre que salpicó los talones de sus compañeritos. Ninguno de ellos se volvió hasta que sintieron los gritos desaforados de un adulto que saltaba con furia sobre la espalda de su compañero caído. Los niños observaron atónitos como el azul se mezclaba con el rojo, como el blanco del guardapolvo era vorazmente arrasado hasta no quedar ni un solo centímetro a la vista.
Kevin brincó una, dos, tres... incontable cantidad de veces. Los huesos del niño se revolvieron bajo aquella bolsa de carne que alguna vez pudo considerarse cuerpo.
Las ancianas y mujeres que pasaban por la acera de la plaza comenzaron a correr; todo el mundo se dispersó hacia diferentes puntos. Algunos cruzaron la calle sin ver, casi siendo atropellados por los autos que no se molestaban en disminuir la velocidad; otros se adentraron en la plaza, como si los pocos arbustos que la adornaban fueran capaces de bloquear aquel espectáculo macabro.
Ningún hombre se acercó a tratar de detener a Kevin.
“No, porque ya no existen hombres en el mundo”.
Esa era su explicación, pero la verdad era que a ninguno le importó. El niño no les pertenecía. Y muchos de aquellos “hombres” sabían que el niño robaba en las tiendas del barrio y que sólo crecería para ser un delincuente, al igual que su padre y sus hermanos. Inconscientemente, creían estar haciéndole un favor a la sociedad.
La sangre del chiquito comenzó a fluir hacia el cordón por las grietas del piso de la cuadra. Ya no había vida en aquél muñeco. Ya no había sueños; ya no había esperanzas. Sólo carne esperando a ser procesada.
Kevin se alejó a los tumbos y volvió la mirada sobre los hombros. Una única vez. Nada más que para contemplar la imagen de su corazón aplastado sobre el camino de la vida.
Leandro Puntin
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