lunes, 24 de enero de 2011

El dibujante que se olvido de dormir



Apenas un haz de luz se filtraba por la ventana, colándose como un intruso en medio de la noche. Sin embargo, afuera era pleno día. Pero Colombatti no lo sabía y tampoco le importaba.
Su profesión era su vida, aquello que lo motivaba a confinarse en su habitación, con las ventanas cerradas, música acorde sonando en el pequeño equipo de audio y su mesa de trabajo repleta de colores y hojas, para poder terminar a tiempo, más allá que eso fuese en su caso, difícil de calcular.
Colombatti, que dibujaba desde que tenía uso de razón, solía dar la estocada final de sus trabajos cuando el teléfono empotrado en la pared vibraba al compás de su rechinar tan odiable y alguno de los editores (ya sea del diario, de la revista o la editorial) lo urgía a entregar para tal hora tal dibujo.
Era frecuente entonces la pregunta del dibujante, que comenzaba a morder la parte trasera del lápiz casi sin darse cuenta, sobre cuánto faltaba para la hora mencionada Recién allí, en esos casos, podía tener cierta idea del horario.
Pero mientras tanto, sus manos se movían tan rápido como su imaginación le dictaba, cubriendo de negros, rojos, amarillos, pasteles, azules, verdes y muchos colores más, esas hojas que nacieron inmaculadas, para perdurar impregnadas de fantasía.
Y en ese devenir de las horas, que le eran ajenas, el mundo giraba alrededor casi sin pena, casi sin gloria, como gira a diario, a merced de la eternidad. Colombatti no se daba por enterado, mezclando colores, trazando líneas y sombreando dibujos, rodeado de lo necesario para seguir allí, encorvado sobre su mesa, los ojos bien abiertos y el brazo cansado.
De vez en cuando estiraba sus brazos, movía el cuello de un lado a otro, bebía un vaso de agua, caminaba por la habitación y volvía a su mundo, aquel que despertaba con el solo movimiento de sus dedos. 
El reloj de arena que nadie ve, pero que muchos escuchan en algún resquicio del alma, volteaba una y otra vez. Constante. Continuo. Entonces, el teléfono. Colombatti iba hasta la pared, descolgaba el tubo, escuchaba al editor, balbuceaba una excusa que sabía no le creerían y aceptaba de malas ganas que era verdad, que siempre dejaba todo para último momento. 
Pero daba batalla y por eso tenía tanto trabajo. El editor sabía que lo terminaría y el mismo era consciente de eso. Colgaba el tubo y se refugiaba en la obra, donde se sentía seguro, en una relación de mutuo afecto, casi entendible, entre creador y creación.
A veces el haz de luz se posaba en un rincón, por unos instantes. Otras, directamente no aparecía. Y afuera, el sol y la luna se turnaban los ciclos, mientras el planeta no detenía su andar. Colombatti tampoco lo hacía, los ojos bien abiertos, el lápiz hecho un demonio entre sus dedos, la témpera esperando a un lado, junto al pincel y una jarra de café.
Lo lograba, terminaba el pedido y entonces corría hacia el aparato telefónico y marcaba el número. Ya podían pasar a buscarlo. Alegría efímera, casi irreal. Otra vez el teléfono, otro editor. Y si, tenía razón, otra vez todo para último momento. Y allí iba Colombatti, exhausto, pero aún de pie, erguido para soñar despierto mundos por los cuales otros navegarían. Tomaba el papel, se acurrucaba encima y garabateaba los trazos que luego cobrarían vida. 
Sin embargo los ojos ya no se sostienen. ¿Cuándo fue la última vez que durmió? Ya no lo recuerda. Casi no lo cree posible. ¿Tiempo para dormir? Quería reírse de esa idea, pero la boca se le hacía para un lado. Bebía entonces café y una electricidad renovaba el espíritu. Pero el efecto era cada vez menor, lo sentía.
Le dolía el brazo, las articulaciones, la vista. Pero más aún le dolía la lentitud con la que dibujaba a medida que pasaban las ¿horas?, ¿o eran los días? ¿o las semanas? No lo sabía, tan solo conocía de dibujos y editores al teléfono, uno tras otro, con haz o sin haz.
Entregó otro trabajo, alguien lo pasó a buscar. Ni siquiera le miró la cara. El teléfono otra vez. Fue, escuchó, asintió que si, que había dejado todo para lo último, y regresó. La mesa de dibujo, su hábitat. Sus manos se movieron, pero el lápiz se equivocó. El trazo quedó mal. Los párpados se pusieron pesados, de repente. Pero dio lucha y los abrió. 
El dibujo estaba mal. Tomó la goma de borrar y la pasó con ferocidad sobre el papel. La goma fue y vino frenética, y en su viaje pasó por encima de la mano de Colombatti, una y otra vez; entonces el dibujante se percató que se estaba borrando sin darse cuenta. Dio un alarido de susto, al verse sin la mano izquierda. Empujó la silla hacia atrás y cayó pesadamente. ¡Tampoco tenía las piernas! No comprendía cómo podía ser, salvo que se hubiese dormido mientras pasaba la goma de borrar. El corazón le latía peligrosamente. Buscó apoyarse en la mesa y todo se le vino encima. Alcanzó a gritar antes de sucumbir bajo las témperas y acuarelas, el papel, el grafito y el líquido corrector.
Fue encontrado gritando de dolor por un cadete de la editorial. En su demencia decía haberse borrado él mismo. Todos lamentaron su destino, pero no pudieron evitar el manicomio para Colombatti, otrora gran artista.
Cuesta escucharlo en aquella habitación acolchada, donde no se filtra ningún haz de luz, gritar a viva voz que por favor lo ayuden, que las paredes ya se le han acabado y no tiene dónde más dibujar. Tiene pánico, terror, vive al borde del abismo. Es que aún no ha terminado y sabe que en cualquier momento lo pueden llegar a llamar.


Ernesto Parrilla

Este relato sera publicado en Tintas Febrero/2011 

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