Cuando las luces se apagaban y los últimos pasos que se alejaban hacia la salida llegaban como un eco marchito, el mago se refugiaba en el cuartito del fondo del humilde teatro. Agradecía el descanso que le proporcionaba la silla, la firmeza del respaldo para su espalda y también el vaso de agua y el plato con comida que le dejaban preparado.
No había paga por su trabajo, no le hacía falta. El encanto mayor eran las sonrisas, las muecas de sorpresa, los gestos de asombro.
En el cuartito comía y descansaba, disfrutando el silencio. Durante la función sus oídos recibían aplausos y a veces carcajadas, cuando sus actos con rutinas de humor así lo propiciaban. Pero allí, solo ante su plato de comida y el vaso de agua, podía pensar con tranquilidad, casi escuchando a sus ideas.
Era un buen ejercicio, podía pensar el show de la noche siguiente, encontrarle la vuelta al truco que se le había ocurrido unos días antes, incluso, repasar los rostros de los presentes y hasta llevar la cuenta de las veces que cada vecino había ido a verlo sobre el escenario.
Pero había una imagen, que al llegar, lo absorbía por completo. Y eso sucedía cada noche, porque ella iba a todas las funciones. Era pelirroja, de enormes bucles y miraba curiosa. Se sentaba en las primeras butacas, pero jamás se acercaba a saludarlo al término del espectáculo, como solían hacer otros. Se iba en silencio, sonriente, mirando de vez en cuando por encima de su hombro, como asegurándose que él seguía allí, recibiendo apretones de manos y palmadas en la espalda.
Se sabía el nombre de todo el pueblo, salvo de esa chica. Se reía de su mala fortuna, porque si había un conocimiento que quería hacer suyo, era justamente el de ese nombre. Pensaba que sabiendo el nombre, no podría resistirse a marcharse si el la llamaba con fuerza.
Su rostro se paseaba delante de sus ojos, como un grato fantasma, mientras apuraba el último trago de agua. Se sintió satisfecho. Limpió algunas migajas que habían caído encima de su ropa y se puso de pie. Contempló el cuartito desde la puerta y tras un movimiento de sus manos, el lugar se redujo a una pequeña cajita de cartón. La tomó entre las manos y salió del teatro, por la puerta principal. Dejó la cajita en la vereda e hizo otro movimiento, ahora con una varita. El teatro de esfumó en el aire. En el suelo, donde antes había estado la construcción, había otra caja, un poco más grande que la anterior.
Tomó la chiquita y la introdujo dentro de la otra. Y llevándolas entre sus manos, caminó por la calle, observando la enorme luna que se elevaba entre los árboles. Al llegar a la salida del pueblo, giró sobre sus talones y parpadeó dos veces. El pueblo dejó de existir.
El mago sonrió complacido. Era hora de descansar y recuperar energías. Siempre la mejor función era la que no se había dado y cada noche soñaba con lo mismo, con dar con el nombre de la pelirroja. Suspiró profundo y puso en marcha sus piernas. Sus manos llevaban la caja y su magia, la ilusión.
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