Catalina es un nombre de abuela.
Esa fue la última excusa que Mariano escuchó antes de perderse entre la iluminación de mala muerte de la sala de tatuajes. Carla le había dicho, tras haber cesado con los llantos y las súplicas, que Catalina no era un lindo nombre y que sólo le hacía pensar en viejas. No me importa, le respondió él con la mirada puesta en la vidriera del local, absorto en unas letras góticas que parecían chorrear de un cartel de exposición, pero sin perder la forma. Unas enredaderas espinosas se le dibujaron en la mente, aunque las letras no se parecían a eso en lo absoluto. Como siempre, Mariano veía lo que quería ver en la uniformidad de sus pensamientos.
Entró y, aún nublado por sus propias fantasías, pidió ser atendido por Buba. Su voz era trémula y solicitar por él le resultó un esfuerzo un tanto sobrehumano. Carla se había plantado en la puerta, como si una mano invisible la hubiera detenido en el umbral. Sintió una presión en el cuello y luego una burbuja que comenzaba a formársele en el estómago. Sabía que era la impotencia, quizá la vergüenza ajena. Mariano no conocía a Catalina, ¡jamás la había oído hablar, siquiera! Sólo la había visto en fotos y ella nunca le había respondido los mensajes. ¿En qué clase de cabeza cabía la idea de que un tatuaje con su nombre lograría impresionarla?
—Al menos, hacetelo en un lugar donde no se vea —atinó a decir la chica, inmóvil y afligida. Fue lo único que pudo soltar sin que el encargado del local notara su agonía comprimida. Como si a él le importara… no sería la primera vez en que Bruno veía entrar a un idiota y tatuarse el nombre de una mujer a la que nisiquiera conocía. Había de esos todos los días. Sin embargo…
—Nena, ¿qué te pasa? —exclamó el hombre delgado y lleno de tatuajes verdes y amarillentos, y cerró la revista que estaba hojeando tan mecánicamente.
—Nada, es que… —comenzó Carla, y cuando se dio cuenta, ya estaba parada frente al mostrador mirando a aquél hombre a los ojos—, mi hermano va a tatuarse el nombre “Catalina” y ella es…
—…una muchacha que nunca le daría ni la hora —interrumpió Bruno.
—Exacto —soltó sorprendida la otra—. ¿Cómo sabe…?
—Siempre que un adolescente entra a tatuarse el nombre de una mujer es porque no la conoce y quiere llamar su atención con algo tan estúpido como eso. Lo que me sorprende es cómo consiguen el permiso de los padres.
—Pero él no tiene permiso…
—Ah, entiendo, por eso pidió por Buba. Es nuevo aquí y a veces olvido que ese chico es capaz de hacer magia.
—¿A qué se refiere con magia?
—Sentate y lo vas a ver cuando termine con tu hermano.
Y volvió a hojear la revista como si con eso daría el punto final a la conversación. Cosa que no fue así.
—No entiendo —vociferó la chica—, si necesita un permiso para tatuarse, y no lo tiene, ¿qué hace ahí adentro?
—Para Buba no necesita permiso. Él hace otro tipo de trabajos.
El hombre cerró la revista definitivamente y estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo. Lo meditó, con la mandíbula entreabierta y los ojos perdidos en el techo, y luego preguntó:
—¿Cómo dijiste que era el nombre de la chica?
—Catalina.
Bruno suspiró, como si el nombre de la muchacha hubiese sido una especie de revelación obvia sobre algo mucho más obvio todavía.
—Con razón —dijo, sin borrar su recién adquirida cara de soberbia—, mejor sentate y tapate los oídos.
La chica fue a tomar asiento sin más, no había caso seguir hablando con aquél tipo de ojeras tan oscuras como la cruz invertida que llevaba tatuada en la garganta. No recibiría una respuesta decente para las dudas que le turbaban la mente. Pensó que el hombre quizás estaba drogado a algo así. ¿A qué se refería exactamente con tapate los oídos?
El primer grito la desconcertó. Los siguientes… la aterraron.
Detrás de aquella puerta entreabierta con cortinas de fantasía, Mariano gemía como un animal herido al cual le vuelven a disparar sólo por diversión.
—Eso es… ¿normal? —aventuró la muchacha.
Bruno no respondió.
Durante una milésima de segundo, los gritos cesaron. Carla se acercó y pudo ver por la pequeña abertura que había entre el marco y la puerta, que dentro de la sala de tatuado no había pósters ni espejos. Era un cuarto blanco, imponentemente blanco. Si bien eso le secó la garganta, lo que hizo que sus piernas flaquearan fue ver la piel desnuda de tatuajes del tal “Buba”. Un hombre obeso y de más de metro noventa. Se encontraba de espaldas a ella y alejado de la silla donde Mariano parecía dormido. Y justo cuando lo vio tomar algo blanco de un estante blanco, Bruno le cerró la puerta en las narices.
—No querrás ver eso, nena. Ya está, ya viste mucho. Sentate y tapate los oídos.
Quince minutos después, Mariano apareció en el umbral haciendo tintinear la cortina con piedritas; su cara reflejaba una chispa de vida que Carla no había notado hacía algún tiempo. ¿Acaso era esperanza?
—Carla, ¿qué hacés acá?
—¿Qué hago acá? Si vine con vos, a tratar de detenerte… ¿qué mierda eran esos gritos?
—¿A detenerme? ¿Y qué se supone que iba a hacer?
—Ibas a tatuarte el nombre de Catalina…
El chico dio un paso atrás y adquirió una mueca de asco.
—¿Tatuarme el nombre de una chica? ¿Te volviste loca? Eso es de negros.
—Pero si recién… vos, entraste… te vi… escuché…
Carla continuó balbuceando desconcertada. Entonces, el muchacho inquirió molesto.
—¿Y quién mierda es Catalina? —luego, se rascó detrás de las orejas. La tinta mágica aún no había secado y, extrañamente, le chorreaba algo de sangre por los oídos.
Leandro Puntin
Este relato sera publicado en la Tintas Febrero/2011
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