lunes, 18 de julio de 2011

Vení llorado



Mi tía, que también tiene su historia, está cansada de poner la oreja para las tragedias ajenas, sobre todo a partir del Cacerolazo, cuando el país quedó culo arriba y la gente no hacía más que contar miserias. Todo el mundo se cree en derecho a atosigarla con su operación de la próstata o el último asalto que padeció. Total que la buena mujer, cuando te ofrece su casa, sólo pone una condición: que no la usen de paño de lágrimas. “Te espero a las ocho”, dice, “pero vení llorado”. No quiere que el llanto de los parientes le arruine sus empanadas.
Pero es demasiado pedir. Hay mucho estrés en el aire. En menos que canta un gallo, su casa es un lloradero. Ahora el grifo lo abre Fernanda, que lleva su cruz de maestra en una escuela municipal. Confiesa que a la salida debe quitarle el cuaderno a los chicos porque en la villa los usan para hacer fuego. Eso es suficiente para que Mariela, que enseña lengua en Lugano, se zambulla en su propio drama. Ayer un encapuchado entró mientras daba clase y le tiró un baldazo de agua. Luego huyó a la carrera y todavía lo están buscando. Mariela, como tantas de sus colegas, está sorda y afónica y loca como una chicharra, así que sella su historia del encapuchado con un ataque de hipos. Para peor, hoy es viernes, el día más negro de la docencia. Revela que está en tratamiento psiquiátrico y entonces todos caemos en un frenesí de tragedias.
El único que calla es mi tío, mientras rumia su empanada. No deja de ser irónico, pues ningún otro de la familia ha respirado tan cerca el soplo de la desgracia. El año pasado, después de pensarlo mucho, decidió operarse el juanete. No alcanzó a llegar al quirófano, pues a los camilleros se les cayó por el hueco de la escalera. Entonces debieron operarlo de urgencia, pues es había partido el brazo y ya le asomaba el hueso. En mitad de la cirugía tuvo un paro cardíaco y hubo que abrirle el pecho. Luego estuvo seis meses en terapia psicológica. Al juanete nunca se lo tocaron.
Cuando se agota la hora del sufrimiento, la reunión cambia de rumbo. Ahora es el turno de las leyendas urbanas, esas cosas descojonantes que le ocurren a la gente ignota, amigos de alguien o algo así, que luego todos repiten como si fuera la verdad revelada.
Son la pasión de Fernanda, que espera agazapada. Si mi tío la emprende con su juanete, ella dirá que no es nada comparado con lo de Martha, una dentista tetona que vive por Caballito.
Parece que una mañana, Martha llegó a su casa con las hormonas en alza, hirviendo en ganas de revolcarse con el amor de su vida. Ni bien tocó el picaporte, ya estaba llamando al Negro. Se lo encontró en la cocina, debajo de la pileta, arreglando una gotera histórica. La imagen de su marido arrodillado en el piso, luchando con una llave francesa, la derritió de lujuria. El Negro es un animal de gimnasio, que de short y camiseta está para chuparse los dedos.
De modo que Martha, sin contenerse, hundió sus dedos habilidosos entre los muslos transpirados del Negro, al tiempo que resollaba: “¿De quién son estos huevitos?” Entonces el desgraciado pegó tal cabezazo que se desnucó contra la mesada.
Para qué contar el resto, si el episodio figura en ochenta sitios de Internet, junto con la historia del lazarillo asesino, un perro que eliminaba a sus dueños haciéndolos cruzar la autopista cuando venía el Expreso Cañuelas. Le hacemos notar a Fernanda que es una historia gastada, pero ella resiste a pie firme.
Ustedes podrán decir lo que quieran, dice Fernanda, pero Martha fue la primera; en todo caso, la leyenda empezó con ella. Pero bueno, el desnucado no fue su marido sino el plomero, que murió descerebrado en aquella cocina siniestra.
Lo lindo de estas historias es que, comparadas con ellas, no hay sufrimiento que alcance. Mi tía, de cualquier modo, siempre nos pide lo mismo: que ya lleguemos llorados a comer sus empanadas.


Eduardo Belgrano Rawson
de la Antología "Ver para leer", recopilada por Juan Sasturain

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