La noche hace desaparecer la arboleda, el camino y hasta los caballos atados a los palos del viejo alambrado que circunda el boliche de don Alejo Castillo. Sin embargo, un candil alumbra el interior de la vieja casa, convertida en el lugar preferido del gauchaje, que se reúne a tomar unas copas, jugar al truco, o disfrutar de una picada con salame y queso casero.
-¡Sirva otra vuelta! -se oye la voz potente de don Pedro Segovia, que con sus cuatro peones, estaban atentos al relato del nuevo puestero de la Estancia "La Candela", allá en el corazón del monte.
Ramiro Torres, que hacía poco había comenzado a trabajar allí, observa su vaso lleno, y continúa con sus palabras serenas, seguro de lo que estuvo contando por casi una hora.
-Como les decía, al viejito lo enterraron bajo un añoso tala, como alguna vez lo pidiese en vida. Su patrón me dio el puesto que él cuidó por muchos años. A los pocos días, comencé a vigilar a un grupo de gurises que se ponían a saltar sobre la tumba del finadito. A lo primero lo soporté, pero con el tiempo, y ya perdiendole el miedo al monte, cacé mi rebenque y me dirigí hacia donde estaban esos herejes. Las veces que me veían acercarme, salían corriendo, hacia los espinillos, y se perdían entre las sombras de la tardecita. Una y otra vez, lo mismo. Nunca alcanzaba a acercarme demasiado como para verles el rostro.
Don Pedro Segovia hace otro gersto, y el bolichero llena las copas vacías nuevamente. Al relato se habían incorporado dos paisanitos más, que compartían una cerveza y un amplio plato con maní.
-Si señor, yo le avisé a los milicos del Destacamento vecino. Pero se me rieron en la cara. ¿Gurises a la tardecita, y en pleno monte lleno de yararás? Ninguno creyó mi historia. Yo estaba a punto de volverme loco. Hasta llegué a tirarles con la gomera, escondido detrás de urtacurú. Cierta noche, la conciencia me atormentaba, y fuí al pueblo para confesarle mi mala actitud al Padre Benito. El sacerdote, viejito flaco, pero muy bondadoso, comrpendió mis pensamientos y el por qué de mi enojo cuando esos niños bailaban alrededor de la tumba.
-¡Vamos hijo mío!- me dijo, tomándome del brazo.
-¿A dónde, Padre? -le pregunté azorado.
No hubo respuesta inmediata. Nos subimos al sulky que había preparado José, al ayudante del "curita gaucho". Nos dirigimos por un largo campo, hasta un lugar que dejó perplejo.
-¡Pero esto es un cementerio! -le dije. No me contestó. Nos bajamos, y me llevó hacia un costado donde había varias tumbas algo descuidadas.
-Mirá, ¿ves ese caminito casi tapado por los yuyos? Ese era el camino que hacía don Rosendo desde la estancia hasta el pueblo, cortando varios kilómetros por entre el monte. ¿Y ves estas tumbitas? Eran las que en cada pasada arreglaba y mantenía repletas con las flores aún sanas que la gente tiraba en el cesto de basura. Esos chicos, hijo mío, son los angelitos que en agradecimiento rondan la tumba de don Rosendo. No para hacer daño, sinó para jugar con él a la tardecita.
Don Pedro Segovia hace un gesto de alto con la mano, para que no le sirvan más caña. Quiere estar sobrio para escuchar el final del relato. Los demás, lo imitan. Menos Ramiro Torres, que ojos llorosos, continúa con el intrigante suceso.
-Al otro día -cuenta el puestero- hice un recorrido por el monte, y me acerqué hasta las tumbas. Las limpié cuidadosamente, y les llevé algunas flores sanas que encontré en el cesto donde la gente deposita las flores viejas cuando las reemplazan. Muchas estaban como nuevas, y eso me alegró. A la vuelta, era similar con la tumba de don Rosendo. Un mes habré estado haciendo lo mismo. Hasta que una tardecita, cuando miré a los gurises jugando como siempre descubrí que don Rosendo estaba con ellos. Me miraron unos segundos, y levantaron la mano saludándome a la distancia. Yo, nervioso, no lo podía creer, e instintivamente levanté el brazo...
Ramiro Torres no pude seguir contando más. Las copas lo habían dormido, y nadie pudo detenerlo cuando cayó al piso totalmente afectado por el alcohol.
-Llévenlo adentro, que hay un catre pa' que duerma cómodo- dijo el bolichero y, entre todos, lo levantaron y acomodaron con cuidado para que descanse.
El Tapectio Martínez levanto un envoltorio que se le había caído a Ramiro, y que seguramente estaba en el bolsillo del saco. Don Pedro Segovia lo desenvuelve, y descubre una placa que a lo emjor el muchacho iba a colocar en la cruz de don Segundo. Se coloca los lentes, y lee en voz alta: "A la memoria de don Roseno Torres. Su hijo siempre lo recuerda".
Miguel Angel Cuestas